31 de diciembre de 2007

Ni uvas, ni velas, ni leche de cabra

Joan Miró
Mujer de la axila rubia peinándose la cabellera al resplandor de las estrellas (1940)



EL CONTEO regresivo comenzará a las 11:55 p.m. Mi padre, como todos los años por los pasados 18, mandará a que apaguen todas las luces de la casa antes del NUEVO AÑO. Ese es el rito de mi familia: quedarse a oscuras. Nada de tirar agua, comer 12 uvas (una vez lo intentamos en España y fue un desastre familiar), sacar y entrar maletas, bañarse con canela, o menta, o prender velas, nada de eso. En mi casa se apagan las luces y se recibe el nuevo año entre choques de cuerpos familiares, besos, abrazos, ataques de llanto y pisotones cuyo dolor perdura hasta la próxima fiesta de fin de año. Nunca le he preguntado a mi padre de dónde viene esa "tradición" de apagar las luces. Anualmente invento diversas razones. Por ejemplo, por varios años pensé que era en honor a todas las personas que habían muerto ese año en la familia, por otros, pensé que era producto de una borrachera de alguien del grupo nuclear de mi sangre.
Otro año pensé que había sido la despedida del primo de mi padre, quien mientras nos abrazamos con petardos, estaba siendo arropado con la sábana negra. Recuerdo que un año quedaban 20 segundos para el FIN y nadie había ido a apagar las luces, alguien comenzó a gritar: las luces, las luces, las luces.... Como un mal presagio si no se apagaban. Nadie reaccionaba, así que corrí el riesgo. Estiré las manos, los pies y me convertí en una araña. Todavía estuviese construyendo telas, si no hubiese logrado la oscuridad en ese tiempo récord. Cuando dieron las 12:00 a.m., estaba en medio de los pisotones.

Lo que no he contado es que esa casa donde se apagan las luces, antes de ser de mi familia, perteneció a una familia francesa puertorriqueña. La casa era horrible. Pero a mi padre le gustó. Luego de andar alquilados de casa en casa, algo que a mí me parecía divertido, pero a mi madre una pesadilla, mi padre nos dijo que, finalmente, tendríamos un HOGAR. Ese día nos fuimos de gira mis dos hermanos y yo, y mis padres, para ver las casa. La travesía consistió en cruzar la verja. Vivíamos alquilados en la casa de al lado.
El francés dueño de la casa, tenía cuatro hijas.Una de ellas era maestra, las otras dos no las recuerdo y luego está la única que recuerdo a la perfección. Tenía el pelo rubio y fumaba. Se paseaba por la calle y pedía dinero y cigarrillos. Mami a veces le daba chavos, pues no fuma.
-"Esta loca", decía.
- "LSD", eran las letras que agrupaba en su boca.

Así que para mí era casi imposible que nos mudáramos a la casa donde vivía aquella mujer fascinante para mí y "enferma" para mi madre. Pero allí fue que mi padre puso los ojos y el billete. Ese día que fuimos a ver la casa, nos abrió la puerta el francés. Era un hombre alto, delgado, tenía el pelo medio largo y de color grisáceo. Nos pasó al recibidor. El piso era en concreto, pintado de azul cielo, no tenía losas. Olía a humedad, a perro mojado, a oscuridad. Luego nos mostró la sala. Las losas eran negras, no había luz. Luego, la cocina. Estaba ubicada al lado de la sala y para entrar había que cruzar un portón de rejas con candado. El espacio estaba sucio. En la entrada para los cuartos había otro portón, igualito al de la cocina. Al rato de andar por aquella casa lúgubre y misteriosa, apareció la mujer de la que vivía fascinada.
Estaba en uno de los cuartos, el único que tenía el mismo portón de la cocina. Su melena rubia era lo más luminoso dentro de tanta oscuridad. Mami me agarró mi pequeña manito y me sacó de allí.
-"¿Por qué tanto portón?", preguntó finalmente mi padre.
-"Es por mi fille. Está enferma", dijo el francés.

Mami, me apretó la mano para dejarme saber de quién se trataba o para huir. Salimos de la casa. Yo todavía pensando en la mujer de la melena luminosa de la que no recuerdo su rostro. Mi padre habló un rato con el francés y a los siete meses estábamos mudados. Se cambiaron las losas a blancas. Se eliminaron todos los portones. La cocina se abrió para que entrara luz y mi madre tiró agua bendita con disimulo.
Cupey, el barrio donde queda la casa, es un árbol. Todavía se conserva ese verdor. Pero la gente vive demasiado encerrada, creo que tanto verdor marea.
Mi papá mandará hoy a apagar las luces para despedir el año. Todo se queda a oscuras, excepto la melena rubia de aquella mujer que continúa resplandeciente. Es el único día que logra escapar de las rejas y transita las calles vacías en busca de luz.